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El `bizne´ de tu vida

Guilermo San Román Tajonar

– Es el bizne de tu vida- dice la voz en el teléfono- No la cagues. Enviaremos a alguien a media noche.- Pero que no sea Ramírez -Contesta Gómez – ese bato es un advenedizo.

No hay respuesta. Colgó.

– Ese bato es un hijo de puta -Dice Laura, aún desnuda, sobre la cama – Jimena no me quiere contar, pero creo que fue él.

Gómez finge no escucharla. Odia que la gente le cuente sus problemas. Ella lo sabe y no insiste.

– ¿y qué carajo es un advenedizo?

Laura no fue a la escuela. Como todos, como su hermana menor luego de ella, dejó la secundaria para dedicarse a otras cosas.

Como sobrevivir.

Empieza a vestirse. Gómez se abrocha el cinturón y deja el dinero sobre la cama. Ella lo recoge, menos un billete. – Dame algo, para los dolores de Jimena.
Gómez no quiere saber. De la mochila al pie de la cama saca dos cigarros de marihuana.

– ¿Te sirve? Es todo lo que tenía El Gato.

Ella sonríe.

– Nos vemos, vecino.

Le gusta pasar tiempo con Laura y le gusta que pasen cosas con ella. Laura se dedica a que pasen cosas. Pero no la quiere en su vida. Ella tampoco lo querría a él. Si todo sale bien, no tendrán que volver a verse. No tendrá que volver a oír sus historias tristes.
Está harto de las historias tristes.

Entró a prisión por lesiones, y cuando salió, convertido en una mula, no quedaba nada más para él. Solo y sin dinero en un barrio olvidado de Dios. Todo lo que tiene en el mundo es una mochila. La revisa de nuevo, como si fuera a desaparecer mágicamente. Ahí está. Un kilo de cocaína. Sí. El bizne de su vida. Lo único que tiene que hacer es no cagarla. Esta noche se acaba. Ni siquiera tiene que moverse.

Dan las once. Las manos le sudan. Quisiera gritar. No piensa en sí mismo como un criminal de verdad. Se sirve un trago de Jack Daniels y se niega a pensar en lo que pasará después. Un kilo de cocaína. El fin de sus problemas. O el fin de su vida. Si lo agarran con eso, jamás saldrá de prisión. Si alguien supiera que lo tiene, lo matarían para quitárselo.

Lo matarían por mucho menos.

En la oscuridad de la noche, sólo un llanto ahogado en la casa de al lado rompe el silencio. Llaman a Laura. Con la mochila en las piernas, verifica la droga otra vez. Sigue bebiendo. Dan las doce. Da la una.

El ruido de un motor viejo suena cerca y se apaga. Tocan a la puerta. Gómez la alcanza de un salto y abre.

– A ver a qué pinches horas…

Decepción.

Es una mujer mayor, bien vestida y con un maletín. Muy respetable. No tiene pinta de traficante. Menos de adicta. Gómez no sabe qué decir. Con voz tranquila, pero severa, la anciana pronuncia el nombre de una mujer.

Gómez no hace preguntas. No quiere saber. No es a quien espera. La manda a la casa de al lado. Vuelve al sillón. Vuelve a beber. Espera. Piensa en la prisión y en los policías que lo golpeaban. Se le hace un nudo en el pecho. No puede volver. Cada minuto que la droga sigue en su poder el riesgo de muerte es mayor. Lo matarían por mucho menos. Es el fin de sus problemas. Pero sería el fin de los de cualquiera.
Golpes en la puerta rompen el hilo de sus pensamientos. Son las tres de la mañana. Finalmente aparece,

– ¡Tenías que venir hace tres horas!

– Perdón, viejo, ya sabes cómo es.

Odia trabajar con Ramírez. Se cree que es un gran narco. Vendería a su madre por un par de monedas. Está desesperado. Pero Gómez también.

– Págame y vete.

– Aguanta, wey. ¿Qué estás tomando?

Huele el vaso de whiskey y le da un trago.

– ¿Nervioso, papá? Pareces novato.

Gómez no contesta. El ruido de un motor viejo rompe el silencio y se aleja rápidamente.

– ¿Has visto a tus vecinas?
– ¿Ahora somos amigos? ¿Quieres un café? Eres un enfermo, Ramírez.

Ramírez guarda silencio.

– Podemos quedarnos con todo – dice, finalmente -. Tú y yo. Nos pelamos y empezamos en otro lado. Nunca nos encontrarán.

– ¿Tienes el dinero?
– Sí.
– Pues dámelo y vete. No digas mamadas.
– ¡Es producto decomisado! ¡Nadie lo extrañará!

Gómez no dice nada. Ramírez resopla.

– Pues peor para ti.
– ¿Por qué? ¿Qué vas a hacer? – pregunta Gómez con sorna.

Suenan sirenas. Muchas sirenas.

Gómez mira desconcertado a Ramírez
– ¿Qué hicis…?

No alcanza a terminar la frase. Reconoce el brillo del revolver que se asoma en la bolsa de Ramírez. Un escalofrío recorre su espalda. Forcejean. Antes de saberlo le ha arrebatado el arma y le suelta un tiro en el pecho. Ramírez cae muerto. Las sirenas suenan cerca. Pronto, las luces rojas llenan su sala. Con las piernas temblando, Gómez se pone de pie.

Se asoma y observa policías desplegándose. Un equipo táctico. Se acercan a la casa. Están a punto de entrar. Tiene un kilo de coca y un cadáver en la sala.

No volverá a prisión.

Se lleva el revolver en la boca.

No volverá a la prisión.

Lo piensa de nuevo.

Recuerda los golpes.

Lo piensa mejor.

Se llevará a los que pueda.

Amartilla.

Policías golpean su puerta. Gómez apunta. Los despachará a tiros en cuanto entren. Y cuando no pueda más… no volverá a la prisión.

– ¡Gómez! ¡Abre la puta puerta!

La voz es familiar. Es El Gato, agente investigador del delito. Animal adicto. Comprador frecuente. Buen pagador. Todo este tiempo ha sido una trampa. Él será el primero.

El Gato se asoma por la ventana y lo mira fijamente.

– ¿Qué haces con eso? ¡No te quedes ahí parado! ¡Abre la puerta!

Gómez titubea. El sudor le entra en los ojos.

– ¡No es contigo, pendejo!

Aprieta los dientes, acaricia el gatillo. Pero la voz imperiosa lo doblega.

Lo que quedó de Ramírez lo mira.

Deja el revolver.

Abre la puerta.

– Tu vecina abortó. Venimos por ella.

Dice El Gato sin detenerse, atravesando la casa hasta el patio y echándose al hombro su arma de cargo. Ni siquiera vio el cadáver.

– ¿Laura? ¿Estaba embarazada?
– La hermana. Me voy a brincar por tu patio. No se vaya a escapar.

El Gato alcanza de un salto el borde del muro y se sienta sobre él. Antes de saltar a la casa vecina le dedica una mirada.

– ¡Limpia este desmadre, cabrón! Al rato vengo por mi mochila.

Cristal que se rompe. Golpes. Pasos acelerados en una escalera. Gritos de mujeres. Silencio. Gómez se acerca a la pared para escuchar y ve la puerta que dejó abierta El Gato. Corre a cerrarla y alcanza a ver el fin del espectáculo. Una niña en camisón, con el regazo ensangrentado, es conducida, esposada, a una patrulla. Detrás, El Gato empuja la cabeza de Laura hacia abajo, sometiéndola con el bastón, y la mete a otro vehículo. Voltea y lo descubre en la puerta. Sonríe.

– ¡Gracias! ¡Es usted un buen ciudadano!

Laura también consigue verlo.

– ¿Tú qué miras, advenedizo?

Sus ojos brillan furiosos a través de las lágrimas, el sudor y la sangre.

– Tú trajiste a la doctora.

Gómez cierra la puerta con afectada indiferencia.
Un criminal de verdad. Tal vez aún haya tiempo para el bizne de su vida.

Guillermo San Román Tajonar  (1982)

Docente en la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ), imparte las materias de estadística, epistemología y teoría social.

Participó en la edición 2021 del Diplomado en Géneros Periodísticos de la ELE, comenzando su carrera como creador.