Los árboles

Han cortado los árboles.
Inhalo el sabor de sus troncos esparcidos por el suelo.
Me acurruco entre las hojas que me abrazan.

El atardecer me cubre.
La clorofila palpita en mi nuevo corazón.
Me siento purificando el aire:
-liviana y fuerte me siembro.-

Cuando la tierra me recibe, en la verticalidad de mi estado, me despojo de las humanas vestiduras y descubro el agua mojándome las rodillas. Los pies se me desparraman queriendo ser raíces, escapan a los huaraches y estoy dentro, muy dentro del agua y la tierra: en el limbo espeso de la fecundidad.

Aquí, todo está en silencio. No tengo hambre.

Suspirando rompo mi cáscara, me lleno de franjas cuya cantidad delata mi edad.
Tengo los años del pino más viejo del mundo y la figura de un arbusto que canta con la lluvia.

Estiro los brazos, crezco queriendo alcanzar el sol sobre mi cabeza;
curiosamente, no quema:
todo lo que necesito está en la luz de su mirada,
hormiga solitaria que me besa las manos.
Su eternidad encapsula mi canto como si fuera la última vez.

Nos mece una tormenta de arena que viene de los campos en sequía.
Somos indelebles: las hojas, el sol y yo,
fragilidad pendiente.

Nada puede hacernos daño.
Somos la encarnación de los indios,
la voz de las aves buscando el sur.

Soy, la inhalación de la tierra,
conciencia que arrastran los ríos buscando el mar.

El aire penetra en mis pulmones de hombre.
Mis ramas danzan
hacen sombra a los que se van.

El sol, espejo de agua en el jardín,
una tortuga que nada en sí misma.

Somos los hijos de un sueño abundante:
manos que convergen para calmar a los que lloran.
Somos la sonrisa discreta de las hojas muertas.

Exhalo.

Ruidosamente me convierto en un ovillo de fibras rascadas.

Me derrumbo
(han cortado los árboles)
me arranco
(han cortado los árboles)

Ya no soy.